Recomendó a Susana Giménez para la publicidad del “Shock” y fue el humorista preferido de Luis Alberto Spinetta. Además, Julio de Rissio inventó una forma de hacer reír que sobrevivió al paso del tiempo
“El doctor ya está con Dios. Gracias Julio por todas las alegrías que nos diste. Dios te bendiga”. El texto publicado el 26 de diciembre de 2013 en su cuenta de Twitter dejó sin palabras a sus seguidores, esos que durante años fueron escuchando las historias que se tejían en cada comunicación telefónica realizada por este particular personaje. El Doctor Tangalanga, -o Raúl Tarufetti o el Licenciado Varela dependiendo el día- dejaba este mundo, pero como ocurre con los artistas, su obra lo hace inmortal.
Estos alias eran los escudos que Julio Victorio de Rissio utilizaba alternativamente del otro lado de la línea telefónica al momento de dar rienda a las improvisadas historias en las que sumergía a su ocasional interlocutor. Con los recursos más disparatados, los hacía estallar de bronca, al hacer referencia a un trabajo mal hecho o a cuestiones que ponían en duda la reputación del ocasional escucha.
Julio nació el 10 de noviembre de 1916 en Balvanera, hijo de la gran oleada inmigratoria italiana: “En esos tiempos (y por mucho tiempo), en mi casa había una situación muy difícil”, contó en su autobiografía Dr Tangalanga. El libro de oro, publicada por Editorial Planeta. “Para mi viejo era todo un problema tener un hijo más, y de yapa, esta vez mi mamá tuvo mellizos. Como mi viejo apenas podía atender a un hijo más, ¿qué iba a hacer, encima, con dos? Después de mucho pensarlo decidió ahogar a uno, el más feo. Ahí fue cuando aprendí a nadar”, completó con ese humor entre el negro y el absurdo que siempre lo caracterizó.
“Terminé la primaria y secundaria a las trompadas, me defendía, pero nada más. Yo no cachaba un libro ni a los tiros”, evocó sobre sus años escolares. Al finalizar los estudios secundarios, se decidió por taquigrafía y dactilografía en las academias Pitman, para lo cual en su casa debieron hacer malabares. Es más, debido al alto costo del examen final, nunca llegaría a obtener el ansiado diploma, pero su hermano mayor lo tranquilizó explicándole que el diploma no contaba a la hora de conseguir trabajo si podía pasar las pruebas necesarias.
Mientras tanto, ayudaba a su padre en un taller de calzado, hasta que a los 18 se presentó en Bunge & Born, donde buscaban justamente un taquígrafo y dactilógrafo. Luego llegaría el tiempo de ser parte de empresas destacadas, como Conaco, Aceites Cocinero o Nobleza Gaucha. Para sus 22 años. un compañero de trabajo le pasó el dato de que buscaban un dactilógrafo en Colgate-Palmolive, y no dudó en enviar una solicitud de empleo.
Allí pasaría los siguientes 34 años, y este empleado ejemplar que cumplía con sus deberes con gran entusiasmo ya se desenvolvía como gerente de compras en la empresa. En ese universo, le recomendaría a una simpática joven, la aún no famosa Susana Giménez, para una publicidad gráfica de jabones de la marca Cadum, que sería el puntapié de su exitosa carrera. Pero al margen de sus logros laborales, allí conocería al hombre que fue la piedra fundamental para las bromas telefónicas.
Sixto López Ayala tenía plantaciones de menta en Tunuyán, Mendoza e inició una relación comercial con Colgate como proveedor de la esencia de menta. “Salíamos seguido porque él era muy amigo de la joda. Incluso fuimos a Europa con nuestras esposas. Un día empezó con dolores de cabeza muy fuertes y los médicos le diagnosticaron cáncer. Entonces la familia lo llevó a los Estados Unidos para que le hicieran una operación. Cuando se repuso, yo lo fui a buscar”, contaba al respecto Tangalanga, para empezar a contextualizar su origen bromista.
A los cuatro meses de regreso, a Sixto comenzó a paralizársele el lado derecho del cuerpo y terminó postrado. “Y yo iba a verlo seguido, tres o cuatro veces por semana, pese a que él vivía en San Fernando y yo en Retiro, unos 25 kilómetros. Iba porque lo quería mucho y porque Sixto disfrutaba conmigo”, rememoraría Julio, para luego revelar el momento en que estaba por cambiar su vida.
“Mirá ese perro, Julio, ¿sabés la guita que nos cuesta? Hay un veterinario en Martínez que cada vez que viene a verlo o lo llevamos al consultorio nos faja con las cuentas”, le dijo Sixto quejándose de su mascota. Julio le pidió el teléfono y llamó al profesional y aunque no lo encontró, guardó el dato para un futuro momento.
A Julio le habían regalado un accesorio para poder grabar las conversaciones telefónicas. Desde su casa, llamó al veterinario y habló con la recepcionista, sin inmutarse: “Dígale que le habla Fiorito, el recomendado del Dr Pico, porque acá el doctor dijo que mi perro no tenía nada y el perro se me está muriendo”. En segundos, tenía al profesional del otro lado de la línea: “Habla, Fiorito, doctor, y el perro se me esta muriendo”, repitió. “Yo no sé de qué animal me habla”, aseguró el veterinario, ante lo que Julio rápido de reflejos expresó: “Más animal será usted, ¡qué va a ser un veterinario! Usted es un talabartero. Un amigo le llevó un canario y usted le dijo que tenía ictericia. Otro amigo mío le llevó un manto negro y usted le preguntó por qué lo llevaba de luto”. “¡¿Pero cómo me dice esa barbaridad?!”, se ofendió el veterinario y cortó la comunicación.
Con la cinta en sus manos, el bromista telefónico volvió a visitar a su amigo, quien no solo festejó la ocurrencia sino que también aprovechaba las pocas ganas que tenía de hablar de su enfermedad con quienes lo iban a visitar, para hacerles escuchar ese llamado: En vez de hablar de la salud de Sixto, se hablaba de la del perro. Le siguieron más de 30 llamados para tratar de aliviar un poco el momento que vivía su amigo.
Una de las personas que también visitaba con frecuencia a sus amigos, y naturalmente terminaba como escucha de los llamados, era el mismísimo Tato Bores, alguien que sabía cómo improvisar y monologar.En una oportunidad, el cómico se mostró sorprendido por la rapidez en la respuesta y en el tono que se usaba, preguntándole quién le armaba los guiones. “¿Quién me va a escribir los libretos? Nadie. Hablo y sale lo que sale”, respondió Julio sin dudar.
Sixto murió en 1964 a los 42 años, ignorando quizás que había nacido un mito. “Así nació Tangalanga. Si ese día este no me hubiera comentado lo del perro yo, nunca habría llamado a nadie”, recordaría Julio, quien tras esa pérdida se hizo una pregunta que recién tendría respuesta 16 años después. “¿Y ahora para qué carajo voy a llamar, si Sixto no está?”.
En 1980 preocupó la salud de Julio a todos sus allegados: una hepatitis lo dejó en cama por 70 días. En ese instante su círculo íntimo lo arengó para que vuelva a realizar los llamados. Así, Tangalanga atacaba de nuevo y sus llamados se volvieron virales, aunque al estilo de la época, claro. Promediando la década, y con el boom de los equipos de música con doble casetera, las obras que en un principio circulaban entre amigos, llegaron luego a todo el país. Y al mundo. Pero esa es otra historia.